17 de marzo de 2012

Antón, Guinda y el rapsoda

Ayer contaba Antón Castro en su blog  lo que viene a continuación. Copiamos íntegro porque no sabemos por dónde cortarlo.

ÁNGEL GUINDA Y ANTÓN CASTRO, HOY, CON DOS POEMARIOS EN BARCELONA

Ángel Guinda. Foto: Vicente Almazán

 

 

 

 

 

 [Uno de los textos más bonitos de ‘Caja de lava’ de Ángel Guinda, que se presenta esta tarde, a las 19.30 en el Centro Aragonés de Barcelona con mi ‘El Paseo en bicicleta’, es este poema: ‘Taller de poesía’. Abajo, pongo un poema de ‘El paseo en bicicleta’, dedicado a la persona que me presentó a Ángel Guinda cuando era el poeta oscuro y maldito de Zaragoza. Ambos libros se presentan esta tarde, a las 19.30, en el Centro Aragonés de la calle Joaquín Costa, en compañía de la editora Trinidad Ruiz-Marcellán. Si andáis por ahí, no salís de puente y os apetece daros un paseo y tomar una cerveza será un placer.]  

 

TALLER DE POESÍA

Por Ángel GUINDA


Leed a los poetas verdaderos. Vivid, vivid al límite nuestra propia existencia. Cruzad la Tierra, recorred sin miedo el laberinto de vuestro interior. Descended a los cielos, subid a los infiernos. Estad alertas siempre a lo inefable. Sembrad flores de luz en los cerebros, portazos y regueros de imposible. Desenfrenadamente, amad. Embadurnaos con el oro de la alegría, con el barro de la adversidad y del dolor. Trabajad sin descanso. Resbalad por lo superficial, profundizad en lo hondo. Avanzad mortalmente hacia la nada. Convivid la resistencia de los otros: haced vuestras sus penurias, sus desgracias, saturaos de sus sufrimientos. Esperad la llamada del poema como una llamarada. Y escribid como el agua, escribid como el fuego: el agua y el fuego no escriben hacia atrás.


Antón Castro. Foto: Vicente Almazán

EL RAPSODA 

De Antón CASTRO.
                                 
A Luis Felipe Alegre.
Él era el rapsoda, el hombre que decía versos por las calles, en las tabernas, en las esquinas del cierzo. Él era el ameno trovador que siempre llevaba una estrofa en los labios y un poema manuscrito en los bolsillos. Siempre tenía uno de Ángel Guinda, de Rosendo Tello o de Julio Antonio Gómez: solía decir que los versos de amor más bellos los había encontrado en Acerca de las trampas del ‘Gordo’ Gómez, poeta, editor, fotógrafo con laboratorio en Tánger y noctámbulo. Salíamos a Independencia e iniciábamos una especie de duelo. Empezaba él: “Las venas con poca sangre, los ojos con mucha noche”. Góngora. Seguía yo: “El día se va despacio, la tarde colgada a un hombro, dando una larga torera sobre el mar y los arroyos”. Sí, era de Lorca. Él insistía con Walt Whitman. Yo con Miguel Hernández. Él hallaba una imagen inesperada de César Vallejo o en la poesía vertical de Roberto Juarroz. Yo echaba mano de la carta-poema final de Alfonsina Storni o de una composición de Vicente Aleixandre -“Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz”-, y así hasta que llegaba la madrugada y un silencio sepulcral de verano sin nadie. Durante un buen rato, seguía la memoria buscando palabras bonitas, juegos de luz, puñales de lucidez contra la oscuridad del tiempo.
Esa escena se repetía casi todas las madrugadas de aquel estío de 1978, y luego en el otoño, y después en el invierno, que aquel año trajo una gran nevada y enterró mi bicicleta de paseo hasta el sillín en la plaza del Portillo. Conservo una foto indecisa de esa estampa.
Más tarde, me enseñó versos para rondar. Y para fijar la atención de aquellas actrices que iban de rojo y querían ser, en la vida y en el teatro, La señorita Julia de August Strindberg. Otro día me robó la novia. Lo hacía a menudo: la poesía, barnizada de misterio, es la mejor arma de seducción. Y me dejó a la puerta de una de sus mejores amigas con una canción en la boca, con una canción hecha romance: El romance del prisionero: “Que por mayo era, por mayo, / cuando hace la calor…” Me acostumbré a sentarme en el alféizar de la ventana de su vecina. Un día le dije: “No me debes ninguna explicación. Estoy bien aquí”. Poco después, tras la cortina, se asomaba una mujer de interminable melena, casi en pijama o con un picardías de raso, aquella compañera desde la niñez que preparaba un examen de medicina... El rapsoda le ofreció su mejor sonrisa. Y a mí me extendió un verso manuscrito: “Cuando pasen los aviones por el cielo azul / te seguiré queriendo”. Creí que era una forma de sellar una difícil amistad. Aquel verso de Ángel Guinda era de los que mejor le salían en cualquier recital.


Luisfelipe Alegre. Foto: Vicente Almazán
 *Las tres fotos, de Ángel Guinda, la de Antón Castro y la de Luis Felipe Alegre son de Vicente Almazán, el fotógrafo sigiloso que obedece a un lema y a una estética: "Pasaba por aquí". La foto de Ángel Guinda en color es de archivo suyo.

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